La preocupación carcomía al tamborilero. No podía trasladarse de su apartamento en New York hasta los barrios de La Habana. Debería estar rompiendo los cueros en plegaria a su padre Changó. Así se lo dijo antes de partir a la cosmopolita ciudad yanqui: “antes de viajar te haces santo, de lo contrario no regresarás”. Pero no hizo caso. Y ahora estaba en vísperas del 4 de diciembre, día de su santo protector. En los salones del “Río Café” intentó venerarlo al compás de “Manteca”. Mas los balazos de su amigo Cabito dejaron en silencio la bohemia en Harlem. Así su tambor no estuvo ante el altar rojo del dios del rayo y el fuego. Sólo quedó el recuerdo de su clave y el fajo de billetes de mil dólares que escondía en el tacón de su zapato.
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